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pintado con dibujos de flores. Cuadros polvorientos se alineaban en la pared, copias
descoloridas de Matisse y de Picasso. La alfombra estaba deshilachada.
El estudio de su padre estaba al final del pasillo. Desde la ventana de la habitación se
divisaba la ciudad de Oxford. A través de las sucias cortinas de malla, apenas pude
distinguir el capitel de Santa María. Los libros se alineaban contra la pared en tal número
que el yeso empezaba a resquebrajarse sobre las maltrechas estanterías. El escritorio
estaba cubierto por una película blanca, al igual que todos los demás muebles de la
habitación, pero los libros estaban en peor situación, ocultos bajo una capa de polvo tan
gruesa como un dedo. Mapas, planos e ilustraciones botánicas se apilaban contra una
pared. Montones de periódicos y paquetes de cartas se almacenaban hasta rebosar en
los estantes de un armario. Era la antítesis del meticuloso estudio de mi padre: una
mezcla confusa de trabajo duro e intelecto, que me dejó confuso mientras lo miraba. No
sabía por dónde empezar mi investigación.
Anne Hyden me observó unos minutos, con los ojos cansados, entrecerrados tras las
gafas con montura de concha.
Le dejaré solo dijo.
Y la oí alejarse escalera abajo.
Abrí cajones, hojeé libros, hasta aparté las alfombras en busca de compartimentos
ocultos. Examinar cada centímetro de aquella habitación hubiera sido un trabajo de
titanes, y me di por vencido al cabo de una hora. No sólo no había páginas del diario de
mi padre discretamente escondidas en el despacho de su colega: ni siquiera encontré un
diario del propio Wynne Jones. Lo único relativo al Bosque Mitago que encontré fue una
maquinaria extraña, propia de Frankenstein: el equipo de «puente frontal» de Wynne '
Jones. Este invento incluía unos auriculares, metros de cable, bobinas de cobre, pesadas
baterías de automóvil, discos estroboscópicos y botellas de productos químicos de fuerte
olor, con etiquetas en clave. Todo eso lo encontré en un gran cofre de madera, cubierto
con un tapiz. Era un cofre antiguo, con complicados dibujos tallados.
Tanteé y presioné todos los paneles, y descubrí un compartimento oculto, pero el
escaso espacio estaba vacío.
Con toda la serenidad de la que fui capaz, recorrí el resto de la casa, echando un
vistazo a cada habitación para tratar de intuir si Wynne-Jones habría preparado o no un
escondrijo fuera de su estudio. En ningún momento me dio esa impresión, sólo capté el
olor de libros viejos, polvorientos y atacados por la humedad, y ese otro olor
desagradable, característico de los lugares que nadie habita ni cuida.
Volví a bajar la escalera. Anne Hayden me dedicó una leve sonrisa.
¿Ha habido suerte?
Me temo que no. Asintió, pensativa.
¿Qué es lo que buscaba, exactamente? añadió . ¿Un diario?
Su padre debió de llevar uno. Un dietario de escritorio, un anuario. No he encontrado
ninguno.
Creo que nunca he visto nada por el estilo dijo sencillamente, todavía pensativa ,
Y le aseguro que me extraña.
¿Le habló alguna vez de su trabajo? Me senté en el brazo de un sillón. Anne Hayden
cruzó las piernas y dejó la revista a un lado.
Comentaba tonterías sobre animales extintos en Inglaterra que vivían todavía en lo
más profundo de los bosques. Jabalíes, lobos, osos salvajes... Sonrió de nuevo . Me
parece que se lo creía de verdad.
Igual que mi padre señalé . Pero al diario de mi padre le faltan páginas.
Muchas. Pensé que a lo mejor las había escondido aquí. ¿Qué ha pasado con las
cartas que se recibieron a nombre de su padre después de su desaparición?
Se las enseñaré.
Se levantó, y la seguí hacia un armario alto de la sala principal, un lugar de mobiliario
austero, lleno de antigüedades y algún que otro adorno.
Aquel armario estaba tan abarrotado como los del estudio, lleno de periódicos todavía
en sus sobres, y folletos informativos de la universidad enrollados y atados con cinta
adhesiva.
Lo guardo todo. Dios sabe para qué. Quizá los devuelva a la universidad esta
semana, no sé para qué lo quiero. Aquí están las cartas...
Junto a los periódicos había un montón de correspondencia privada, de casi un metro
de altura. Todas estaban cuidadosamente abiertas, y sin duda leídas por la dolida hija.
Quizá haya algunas de su padre. La verdad, no me acuerdo.
Tomó el montón de correspondencia y me lo puso en los brazos. Volví con las cartas a
la sala de estar y, durante una hora, examiné la caligrafía de cada carta.
No encontré nada. Me dolía la espalda de estar tanto tiempo sentado, y el olor a polvo
y a humedad empezaba a marearme.
No podía hacer nada más. El reloj que estaba encima de la repisa de la chimenea
resonaba en el pesado silencio de la habitación, y empezaba a sentir que estaba
abusando de la hospitalidad. Entregué a Anne Hayden una hoja poco importante de un
diario antiguo de mi padre.
Tenía una caligrafía bastante peculiar. Si descubre hojas sueltas o diarios... se lo
agradecería mucho.
Será un placer, señor Huxley.
Me acompañó hasta la puerta principal. Fuera, seguía lloviendo, y ella me ayudó a
ponerme el pesado impermeable. Luego, titubeó y me miró de una manera extraña.
¿Llegó a conocer a mi padre en alguna de sus visitas?
Yo era muy niño. Le recuerdo del año treinta y cinco, más o menos, pero nunca nos
dirigió la palabra a mi hermano ni a mí. En cuanto se veían, mi padre y él se adentraban
en el bosque para buscar a esas bestias místicas...
En Herefordshire. Donde usted vive ahora, ¿no? Había mucho dolor en la mirada [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ] - zanotowane.pl
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