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    manos revolvieron en el bolso, buscando cigarrillos. Durante unos minutos no cruzaron
    sus miradas.
    - ¿Bebe aún whisky irlandés con hielo? - interrogó él.
    Sus palabras parecieron venir de lejos y su cuerpo se movió, desmañado, entre vasos
    y botellas, olvidando cómo lo había adiestrado la Patrulla del Tiempo.
    Sí - respondió ella -. Veo que recuerda.
    Y su encendedor sonó; inesperadamente ruidoso en la estancia.
    - Solo falto de aquí unos pocos meses - comentó él, a falta de otro tema -. Un tiempo
    entrópico, intangible; justamente veinticuatro horas por día.
    Ella espiró una nube de humo de su cigarrillo y le miró.
    - Para mí no ha sido mucho más. Yo he estado ausente casi de continuo desde mi
    boda. Ocho meses y medio de mi vida personal y biológica desde que Keith y yo... Pero
    ¿y tú, Everard? ¿Cuánto has estado viajando, en cuántas épocas y lugares diferentes,
    desde que fuiste nuestro padrino?
    La voz de ella siempre fue alta y aguda. Era el solo defecto que Everard encontraba en
    ella, a menos de considerar como tal su exigua estatura - poco más de metro y medio -.
    Nunca solía poner mucha expresión en sus palabras. Pero se podía comprender que
    ahora estaba conteniendo el llanto. Le acercó la bebida.
    - ¡Fuera preocupaciones!... ¡Todas! - le intimó. Ella obedeció con voz un tanto
    estrangulada.
    Everard le volvió a llenar el vaso y completó el suyo propio. Luego, acercando una silla,
    sacó una pipa y tabaco de las profundidades de su apolillada chaqueta. Las manos le
    temblaron, pero tan levemente, que ella no pudo notarlo.
    Había sido prudente, por parte de Cynthia, no decir en seguida las noticias que llevase;
    Ambos necesitaban tiempo para recobrar su propio control.
    Se atrevió a mirarla a la cara. No había cambiado. Su cuerpo era casi perfecto, de una
    delicadeza que el vestido negro hacía resaltar. Los cabellos, dorados como el sol, caían
    sobre sus hombros; los ojos eran azules e inmensos, bajo las arqueadas cejas; los labios,
    como siempre, estaban un poco entreabiertos. No llevaba bastante pintura para que él
    estuviera seguro de sí había llorado o no: pero en aquel momento parecía próxima a ello.
    Everard se abstrajo en la tarea de llenar la pipa. Por fin habló:
    - Bueno, Cyn. ¿Me lo cuentas todo?...
    Ella se estremeció y, luego, dijo:
    - Keith... ha desaparecido.
    - ¿Eh?.. .- y Everard se sentó de golpe -. ¿En una misión?
    - Si. ¿Cómo, si no? Ha sido en el antiguo Irán. Fue allá y nunca volvió. Ocurrió hace
    una semana.
    Dejó el vaso en la cama y se retorció los dedos. Luego añadió:
    - La Patrulla lo buscó, desde luego. Hoy supe los resultados. No pueden encontrarlo. Ni
    siquiera aciertan a descubrir lo que le ha ocurrido.
    - Judas... - murmuró Everard.
    - Keith siempre, siempre le creyó a usted su mejor amigo. No puede figurarse cuán a
    menudo hablaba de usted. Sinceramente, sé que le hemos tenido abandonado, pero
    usted nunca parecía estar en casa, y...
    - ¡Claro! - le animó él -. ¿Cree que soy tan pueril? Estuve ocupado. Y, además, ustedes
    acababan de casarse...
    «Después de haberlos yo presentado mutuamente, aquella noche, junto al Mauna Loa,
    bajo la luna. La Patrulla del Tiempo no se puede meter en esas cosas. Una jovencita
    como Cynthia Cunningham, un simple peón recién salido de la academia y destinado en
    su propio siglo, es libre de tratar a un veterano, como yo, por ejemplo, tan a menudo como
    ambos deseen, fuera del tiempo de servicio. No hay razón que le impida usar sus
    aptitudes para disfrazarse y llevar a una chica a bailar en la Viena de Strauss, o al teatro
    en el Londres de Shakespeare, o a visitar pequeños bares como el de Tom Lebrer, en
    Nueva York, o a jugar al tejo, o a esquiar sobre las aguas, en Hawai, mil años antes que
    llegaran allá las primeras canoas. Y un miembro de la Patrulla es, así mismo, libre de
    reunirse con ambos. Y de casarse después con la muchacha. »
    Everard hizo humear su pipa. Luego, con la cara oculta por el humo, sugirió:
    - Empecemos por el principio. He perdido el contacto con ustedes durante dos o tres
    años. Por eso no estoy muy enterado del trabajo actual de Keith.
    - ¡Si nunca pasó usted sus vacaciones en esta época! Nosotros queríamos que viniera
    a visitamos.
    - ¡Perdón! Yo podía haberlo hecho si hubiera querido.
    La ingenua cara de Cynthia palideció como si hubiera recibido una bofetada. El
    rectificó, arrepentido:
    - Lo siento; yo quería ir, desde luego; pero nosotros, agentes libres, estamos siempre
    extremadamente ocupados, saltando de acá para allá como mosquitos en una parrilla.
    ¡Diablos! Usted me conoce, Cynthia; carezco de tacto, pero eso no significa nada. Soy
    responsable de la leyenda griega sobre una quimera, en la Grecia clásica. Me llamaban el
    «dilaiépodo», curioso monstruo con dos pies izquierdos, ambos en la boca.
    Ella hizo un mohín con los labios y recogió el cigarrillo del cenicero.
    - Aunque aún soy una estudiante de Ingeniería, estoy en estrecho contacto con todas
    las otras profesiones, incluso con el Cuartel general. Por ello sé exactamente lo que han
    hecho por Keith..., y no es bastante. Se disponen a abandonarlo. ¡Manse, si usted no
    quiere ayudarle, Keith puede darse por muerto!
    Se detuvo, anhelante. Everard no respondió inmediatamente; ambos tenían necesidad
    de recobrar la calma, en un instante cruzó por su mente la carrera de Keith Dennison.
    Nació en Cambridge (Massachusetts) en 1927, de una familia acomodada. Se doctoró
    en Filosofía y Arqueología, con una notable tesis; había conseguido 4 campeonatos
    escolares de boxeo y cruzado el Atlántico en una embarcación de treinta pies.
    Combatiente en Corea, en 1950, se batió con tal bravura que habría conquistado la fama
    si se hubiera tratado de otra guerra más popular. Y había que conocerle íntimamente de
    larga para conseguir que contara todo aquello. Hablaba con humorismo de temas
    generales mientras no tenía trabajo que hacer, y cuando se lo daban, lo hacía sin alardes
    innecesarios.
    «De seguro - pensó Everard - que el mejor de los dos conquisté a la chica. Keith
    también podría haberse hecho agente libre, de haberlo querido. Pero tenía aquí raíces, y
    yo no. Era más estable, supongo. »
    Licenciado al fin, en 1952, lo contrató y adiestró la Patrulla. Había aceptado la realidad
    de los viajes intertemporales antes que otros muchos, pues su mente era ágil y, al fin y al
    cabo, era arqueólogo. Una vez adiestrado, descubrió que, por fortuna, sus propios fines [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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